Los cuadernos del once del spetiembre

Ramón García

(english version)


"Rising Resentment"

En un editorial de 21 de mayo de 2001, la New Republic expresaba ya el temor a que el boicot norteamericano en esenciales tratados y foros internacionales, subrayado por su política de escudo contra misiles de tercer paises, podría dar lugar a multiples formas de represalia. En algún momento de este editorial - y era su tema central - el autor empleaba un término que empezaba a convertirse en moneda corriente por esos días, “America’s isolationism”. El 3 de septiembre del mismo año, el aislacionismo estadounidense encontraba su expresión brutal en una simple imagen de televisión: la de la silla bruscamente abandonada por el último representante norteamericano en la Conferencia de Naciones Unidas sobre Racismo que se estaba celebrando en Durban, Sudáfrica, y que el abondono norteamericana convirtió en un fracaso total. La imagen de esa silla era inquietante y violentamente premonitaria. Tanto, que antes de descubrir el desenlace de esa premonición, uno se veía obligado a preguntarse: ¿Por qué tal aislacionismo?

Un libro – Una Recapitulación

El libro Blond Ghost: Ted Shackley and the CIA’s Crusades, del periodista de The Nation David Corn, aporta en cierto modo la respuesta. A través de un personaje clave de la CIA, Corn ha escrito un historia exhaustiva de la inteligencia norteamericana durante la Guerra Fría, en un volumen que a la vez historia los fundamentos del imperio norteamericano. El personaje se llama Ted Shackley; su carrera abarca desde el espionaje inicial en Berlín hasta la Guerra del Golfo en 1991. Obtenida su licenciatura en historia por la Universidad de Maryland, Ted Shackley, que dominaba el alemán y el polaco (herencia familiar), se enroló inmediatemente en la CIA para convertirse en un “Cold War warrior”.

La bomba atómica, con su enorme poder de-structivo, fue, paradójicamente, el factor que hizo de la Guerra Fría una guerra fría: si algo positivo pudo haber en las destrucciones de Hiroshima y Nagasaki fue que, tal vez, evitaron destrucciones masivas en los años posteriores. La Bomba se convirtió en objeto de un pavor casi medieval, y bajo su égida se desarrolló todo el proceso del conflicto.

La historia iniciaba un nuevo capítulo en ese año de 1945, y la siguiente década consagraba el apogeo norteamericano. El contraste entre una América llena de glamour y riqueza y el resto del mundo nunca fue mayor. Los Chevrolet rodaban por las carreteras, y las enormes limusinas destellaban como fogonazos en, por ejemplo, las películas de Douglas Sirk. El cine americano, el jazz americano, la literatura americana eran impresionantes, y el mundo estaba asombrado. Europa miraba hacia Estados Unidos como los inmigrantes albaneses miraban hacia Italia en 1995, o como Africa mira hacia Gibraltar hoy en día. El estilo de vida era tan diferente: los americanos abandonaban los centros urbanos y se instalaban en el extrarradio, en casas donde los obreros poseían jardín, lavadora, fregaplatos, y una cosa llamada televisión. Estados Unidos no era un país, era un sueño.

Y justo al final de la década, aparece la primera verruga en el rostro del Imperio: Cuba, el co-munismo en las mismas narices, como una bofetada por esa otra América que también existía detrás del sueño y el glamour, la real: la del Klu Klux Klan, la de Edgar Hoover, la del senador McCarthy, la de la caza de brujas. Miami se convirtió en el gran centro de operaciones contra Castro, y la oficina de la CIA en esa ciudad, que ocupaba un destartalado lugar del puerto, en una de las más importantes de la organización.

Ahí es donde vamos a reencontrar a un Ted Shackley que había pasado su formación inicial como espía en Berlín, tratando de reclutar informadores al otro lado del Telón de Acero. Shackley había sido llamado desde Berlín para dirigir las operaciones contra Castro. En Miami, bajo su dirección, empezó a consolidarse el grupo duro del espionaje norteamericano: junto a él, y a sus órdenes, estaban ya en Miami Richard Secord, Tom Clines, Félix Rodríguez, individuos que a lo largo de las décadas posteriores reaparecerían, desaparecerían, volverían a aparecer en los escenarios más diversos de la Guerra Fría.

Por primera vez, la CIA asumía, bajo la presión de Kennedy, que uno de sus objetivos principales era colocar un régimen más cercano a Washington. Y no había que regatear medios para ello: tácitamente se aceptó que el asesinato podía justificarse en casos especialmente comprometedores. Castro era un objetivo a “abatir”. Fueron muchos los intentos de matarlo, muchos de ellos peregrinos, con bebidas, con puros envenenados. La acción más importante para derrocar su régimen fue el desembarco en la Bahía de Cochinos, una derrota total. Las acciones de sabotaje, la presión constante, llevaron al fin a los rusos a establecer misiles balísticos nucleares en Cuba. El mundo contuvo el aliento. Cuando los satélites norteamericanos fotografiaron la presencia de silos nucleares en territorio cubano, la tercera guerra mundial parecía inminente. Para entonces, la CIA ya se había infiltrado en importantes medios de comunicación internos, como el Miami Herald, aparte de financiar y controlar a intelectuales y a las grandes empresas editoriales europeas. Kennedy y Krushev llegaron a un acuerdo para evitar lo que tal vez hubiese supuesto la destrucción total del planeta en 1962, pero la oficina de la CIA en Miami podía suministrar ya expertos en sabotaje, contrabando de armas y mercenarios a sueldo para las batallas de la organización en todos los lugares del planeta. (Uno de ellos, Félix Rodríguez, dirigió la operación de caza, captura y asesinato del Che Guevara en las montañas de Bolivia.)

Eran los años 60, era la América de Bob Dylan blowing in the wind, de Woodstock, de los campus hippies herederos de una filosofía vital que era una digresión beat, del nuevo periodismo y la revista Rolling Stone, los signos de identificación de una América opuesta al sistema. Pero frente a las aspiraciones pacifistas que prosperaban en los campus, Washington dirigía sus ojos hacia nuevos campos de expansión: Asia. En Asia siempre ha habido un enemigo secreto, China. Desde China la ola del comunismo propagaba por todo el sureste asiático tras la experiencia de Corea: Laos, Camboya, Vietnam. Antes de entrar en Vietnam, la CIA había desarrollado una incursión de aprendizaje en Laos, donde financió una guerra secreta, y al frente de esa guerra secreta situó a Ted Shackley, que inmediatemente se rodeó de sus acólitos. Ahí aprendieron, entre otras tantas cosas, el abecedario del tráfico de drogas como excelente fuente de financiación. La CIA azuzó para luchar contra el gobierno socialista de Vientiame, en un precedente de lo que más tarde harían con los taliban de Afganistán, a una comunidad rural en el norte del país, los hmong. Pobremente armados, mal equipados, mal guiados y manipulados para una guerra suicida, los hmong perderían a más de 30.000 personas.

A la vez, Estados Un-idos se hacía heredero de los restos del imperio francés tras la derrota de Dien Bien Phu. Vietnam suministró a los ameri-canos materiales para una épica tan in-tensa y vehemente, que hasta es fácil olvidar que esa mística “Apocalypse Now” de helicópteros sobrevolando selvas defoliadas y reencarnaciones del Corazón de las Tinieblas está ahí para suturar una derrota, quizá la más grave de toda la Guerra Fría para los Estados Unidos. La verdad de esos doce años de guerra cristaliza en la imagen de los helicópteros rescatando a los últimos americanos a través del tejado de la Embajada en Saigón para huir abyectamente.

Ted Shackley también estuvo en Vietnam, tal vez demasiado tarde. Llegó para dirigir las actividades de la CIA en la zona en combate en 1968, después de la ofensiva del Tet, cuando el desenlace de la guerra era más incierto que nunca para los Estados Unidos. Desembarcó en Saigón para proseguir los progra-mas paramilitares y de inteligencia que había emprendido la agencia. El trabajo de la CIA en Vietnam había sido lamentable: apenas un agente captado en todo el curso de la guerra; asesinatos; miles de agentes del Vietcong torturados y ex-torsionados. Terminada la guerra, Richard Helms, el director de la CIA, afirmaría que no habían entendido la compleja ecuación étnica y cultural del conflicto vietnamita. Según Corn, en la hipótesis ideal, la CIA es quien hubiese debido entender Vietnam; ni se acercó a ello.

Antes de la derrota en Indochina, muy lejos de los arrozales de Vietnam, a Shackley le había sido asignada otra misión en 1973: neutralizar a un traidor, el espía Philip Agee, que arrepentido tras vivir una relación amorosa con una mujer fascinada por el Che Guevara, amenazaba con divulgar las acciones emprendidas por la CIA en Latinoamérica a través de un libro y una serie de entrevistas contratadas para la revista Playboy. Agee sabía demasiado; la operación supuso “desarmar toda la división latinoamericana”. ¿Qué significa esto?

Tras esa década de horror y muerte en Latino-américa está de nuevo la CIA, la CIA de Shackley: la reestructuración de las operaciones en Lationamérica a raíz del episodio Philip Agee dejaría un rastro de tiranos leales a Washington en las cancillerías de todo el continente. Después de ese “éxito”, Shackley volvió a encargarse desde Washington de Vietnam, de un conflicto que estaba en su último estertor: en 1975, sólo pudo dejar en manos de Kissinger y Gerald Ford el cadáver de Vietnam. Frank Snepp dedicaría muchos años posteriores una compleja literatura (que se amplió el año pasado con un nuevo libro), a analizar las causas de la ineptitud norteamericana en Indochina, para detenerse especialmente, con un sentimiento de vergüenza que Snepp nunca ha disimulado, en la negligencia con la que se abandonó a miles de vietnamitas del sur: empleados, sec-retarias, traductores, amigos, gente leal, personas que no subieron a los helicópteros cuando el Vietcong desencadenó la última ofensiva sobre Saigón y muchos de los cuales fueron posteriormente torturados y masacrados. Podría haberse evitado, según Snepp, si la CIA no hubiese mantenido hasta el fin una actitud triunfalista (para halagar y conformar a Kissinger), y hubiese preparado la evacuación ordenada de un territorio donde, desde hacía meses, la guerra podía darse por perdida.

Shackley sobrevivió a Snepp y a los diversos Comités del Congreso que, terminada la guerra de Vietnam, comenzaron a someter a escrutinio los asesinatos, extorsiones, sobornos cometidos por la CIA a lo largo y a lo ancho de Asia y de Latino-américa. De haber sido elegido Gerald Ford para un nuevo mandato, Shackley hubiese continuado su progresión hasta convertirse muy probablemente en director de la CIA, pero el vencedor de las elecciones norteamericanas en 1976 fue Jimmy Carter, y ahí se terminó la carrera de Ted Shackley dentro de la organización. Stanley Turner, el director nombrado por Carter, reestructuró la CIA a base de despidos masivos; a Shackley nunca le perdonó los vínculos con Ed Wilson o Clines, que habían llegado al gran público a través de la prensa. Lo relegó a un puesto menor, a un pudridero en un rincón apartado de Langley. En alianza con sus ex agentes, Shackley se embarcó a finales de los años 70 en complejas actividades en Irán, un país clave para los intereses de los Estados Unidos por el petróleo, por la vasta frontera con Rusia, y donde la CIA manejaba tanto al régimen marioneta del Sha como a su siniestra policía secreta, la SAVAK. Pero en 1979, de un modo que pilló totalmente por sorpresa a la CIA, el régimen del Sha se hundió ante la revolución islámica de Khomeini – empezaba a incubarse el maremoto del fundamentalismo radical islámico. Por otro lado, empezó a aflorar la verdad sobre los asesinatos de Allende en Santiago y de Orlando Letelier en Washington (este último perpetrado por agentes cubanos de extrema derecha contratados por la DINA, la policía secreta de Pinochet. La CIA lo supo, pero no movió un solo dedo para impedirlo).

En 1979 Shackley abandonaba la CIA, pero ya Tom Clines le estaba preparando el terreno para un lucrativo futuro en el sector privado. Clines flirteaba con Anastasio Somoza, estaba relacionado con los magnates del petróleo mejicano, ganaba millones de dólares suministrando armas a la Contra nica-raguense de Eden Pastora, a las fuerzas contra-revolucionarias de El Salvador, a los mujaidines que en las montañas de Afganistán libraban contra los rusos – pero eso se sabría después – la última y decisiva batalla de la Guerra Fría. Shackley también aprendió a ganar millones de dolares. Shackley recaló al fin en el más lucrativo de los negocios: el petróleo. Amasó una fortuna redactando informes de inteligencia para el multibillonario Johan Agustinus Deus ligado a la Shell y a todos los chanchullos orquestados por la inteligencia norte-americana para controlar el mercado del crudo, el corazón mismo de la economía. Desde mediados de los 80, Estados Unidos disponía de un estado peón para hacer y deshacer los precios: Kuwait. Desde Kuwait, por ejemplo, se organizaban masivas ex-portaciones ilegales de crudo a Sudáfrica que venían a engordar, a través de una tupida red de intereses bancarios, los bolsillos de los “American Boys”.

Bajo la administración de Ronald Reagan los viejos vaqueros de Miami cabalgaron de nuevo, protagonizando sonoros golpes de mano: el bom-bardeo de Trípoli, y las invasiones de Granada y Panamá. La cruzada contra el comunismo alcanzaba el punto de ebullición: Rusia era “el imperio del mal”. A finales de la década de los 80, las belicosas ideas que Shackley había expuesto en su libro The Third Option, auténtico catecismo de la política exterior de Ronald Reagan, resultaban singularmente des-fasadas. Una frase las resume: “Make no mistake... we are locked in a struggle for survival”. Pero, coincidiendo con la cronología exacta que había establecido Winston Churchill cuarenta años antes, los “Cold War warriors” habían alcanzado por fin la victoria: había caído el Muro de Berlin. Faltaba Irak.

A comienzos de los 90, Saddam Hussein decidió solucionar por vía expeditiva la sangría que representaba Kuwait para la economía de los demás países petrolíferos de la zona. El ejercito con que habían estado armándole los países occidentales desde los tiempos de la guerra con el Irán fun-damentalista de Khomeini invadió Kuwait en el verano de 1990. Se puso en marcha una gigantesca campaña de manipulación global para satanizar a Saddam. Se libró una guerra, la que en principio habría de ser, según Saddam, “la madre de todas las batallas”. Esa guerra demostró que ya nunca volvería a repetirse Vietnam. La guerra no duró en realidad más de veinte minutos, el tiempo que necesitó la electrónica y la tecnología norteamericana para poner en jaque todos los sistemas de detección y alerta de los irakíes. Después, sus bombarderos peinaron a su antojo el país. La guerra era, según un piloto americano, “un juego de fuegos artificiales”. Como tributo a su inmensa ventaja tecnológica, sobre la que convergían los enormes excedentes de la sociedad neoliberal y tecnificada que los americanos habían ensayado en el conejillo de indios chileno antes de aplicarla con éxito a sí mismos, ahora podían ganar la guerra sin una sola baja. El triunfo de Shackley y sus muchachos era completo: habían logrado imponer el “Nuevo Orden Mundial”, el Imperio Global Americano.

El libro de David Corn sobre Ted Shackley tiene un complemento perfecto en el de Frances Stonor Saunders, The CIA and the Cultural Cold War. Saunders demuestra con brillantez que la beli-gerancia de la CIA no se limitó a los campos de batalla. Una camarilla semejante a la de Shackley, pero constituida por otros nombres, Josselson, Lasky, Nabokov (el hermano del novelista), libró batallas no menos encarnizadas pero sí más laberínticas en el terreno cultural, subvencionando revistas, sobornando a intelectuales, manipulando medios de comunicación, para que Occidente ganase la batalla cultural contra el comunismo, para que Nueva York se convirtiese en la referencia de Occidente. Las conclusiones a las que llegan ambas libros son sorprendentemente similares: estos individuos “reclutaron nazis, manipularon los resultados de elecciones democráticas, derrocaron gobiernos, apoyaron dictaduras, planearon asesinatos”... ganaron la Guerra Fría.

Uno concluía la lectura de Blond Ghost el 9 de septiembre de 2001, en la ciudad de Madrid, y podía entender un poco mejor las razones del resentimiento al que se refería el editorialista de la New Republic. Dos meses antes, un individuo egipcio había enviado un misterioso correo electrónico desde un ordenador cercano al aeropuerto de Barajas. El 7 de septiembre, había llegado a Madrid un individuo llamado Ramzi Bin Al Shib, compañero de habitación en Hamburgo de la persona que había enviado ese correo: Mohamed Atta. Al Shib pudo deambular también entre los madrileños que disfrutaban lánguidamente los últimos extertores del verano. Era el cerebro detrás de un acontecimiento que iba a enviar ondas de asombro y escalofrío por todo el mundo, y que iba a dar la medida de hasta dónde llegaba ese resentimiento. Exactamente, hasta los últimos pisos de las Torres Gemelas de Nueva York.

El Ataque

El ataque fue humillantemente ingenioso (para un país que preparaba un “escudo antimisiles”), breve, brutal. A Madrid, la ciudad donde se había fraguado buena parte de la logística del ataque, las imágenes llegaron cuando mucha gente se daba cita para comer. En el restaurante la gente se apelotonaba ante la televisión: ¿Una avioneta que se había estrellado contra una de las torres? Las primeras informaciones eran fragmentarias, inconexas, incoherentes. Y entonces lo vimos llegar: el otro avión, accediendo de pronto al campo visual, trazando el giro en el aire, el desvío de una trayectoria que conducía hacia el impacto contra la otra torre, y las lenguas de fuego azules, rojas, amarillas, negras que se alimentaban de explosiones continuas, y la ominosa nube de humo que prosperaba sobre Manhattan y envolvía toda la ciudad y la bahía, evocando vagamente el fantasma de Hiroshima, denotando que sobre Nueva York se había desatado el infierno. Después llegaron imágenes de Washington y del Pentágono, también atacados. Y aún había más aviones en el aire.

El historiador Studs Turkel ha narrado muy bien el terror que se apoderó de los habitantes de San Francisco después de Pearl Harbor, cuando todos temían inminentes bombardeos japoneses. Philip K. Dick fabuló el horror de un Estados Unidos dominado por japoneses y alemanes. Pero esto no era una fábula, ni un miedo abstracto: era el horror de un ataque real, el primero que sufría Estados Unidos desde Pearl Harbor, prolongado interminablemente a través de las imágenes de personas que se dejaban caer desde las torres, que se desplomaban a su vez, en un vértigo de humo, cascotes, acero. Al caer la noche de ese 11 de septiembre, en las calles de todas las ciudades del mundo había una tensión casi espectral. Y cuando el presidente George Bush salió de su escondrijo y habló ante las cámaras, sus pri-meras palabras fueron “Make no mistake…” Ahí estaba Shackley otra vez; el “make no mistake” de Ted Shackley y de sus “Cold War warriors”. Para una situación de absoluta emergencia, estaba claro que Bush recurría a la prosa del viejo amigo de su padre.

El Mundo de Después

Durante los días siguientes al ataque hubo un juicio generalizado contra la política de los Estados Unidos y numerosos intelectuales actuaron como fiscales. Este autor ha tenido la idea de sintetizar algunas de las ideas más significativas que se vertieron entonces. Ha elegido para ello un medio neutral y que destacó entre todos por la apertura y la diversidad de planteamientos y voces a los que dio cabida: la sección de debate del diario Le Monde, Horizons. La idea general parecía ser: los Estados Unidos han sido atacados por sí mismos, por la política exterior que han venido desarrollando desde el momento en que se convirtieron en imperio. El historiador Tony Judt escribía: Los americanos se han pasado meses denunciando los tratados internacionales, prometiendo la retirada americana de todas las zonas de crisis y explicando que la prioridad se encuentra en los intereses nacionales americanos. Los intereses americanos no pueden concebirse en el aislamiento. Alianzas, tratados, legislaciones, agencias y tribunales internacionales no son una alternativa a la seguridad nacional: son la única esperanza.

La idea de un ataque de Estados Unidos sobre sí mismo se fortaleció aún más cuando las pistas llevaron hacia Osama Bin Laden y su red terrorista, Al Quaeda. Bin Laden, millonario saudí, ex agente de la CIA, fue captado en 1979 en Turquía para colaborar en la lucha contra los rusos de los mujaidín afganos. Se convertió luego al islamismo más fundamentalista de inspiración wahabita y al odio más feroz contra Estados Unidos, al que ha declarado una guerra cuyas acciones se traducen ya en los atentados contra las embajadas USA en Kenia y Somalia, así como contra el destructor USS Cole. Ahora, es el hombre más buscado del planeta.

El 20 de septiembre, Gilles Kepel, autor del best-seller Yihad, amplía ese escenario: Desde hace más de dos décadas, el poder americana ha tejido relaciones con los militantes más radicales de la djihad en Afganistán. En los años 80 los formó para la guerra moderna contra la URSS, los armó y los financió, en colaboración con las petromonarquías del Golfo, creyendo que haría de ellos un instrumento dócil. Después dejó que el aliado pakistaní favoreciese la llegada al poder de los talibanes a partir de 1994... El escritor y cineasta pakistaní Tarik Alí explica: Pakistán era el preservativo que necesitaba EEUU para penetrar en Afganistán; nosotros jugamos nuestro papel, y ellos creyeron que podían librarse de nosotros enviándonos al water.

George Bush anuncia mientras tanto, entre los bomberos de Nueva York, una guerra larga y sucia contra el terrorismo, y el texto de Kepel enmarca perfectamente el sentido para ese adjetivo: sucia. ¿Es el encuentro en Estambul con Tom Clines y compañía, lo que ha desatado ese odio de Bin Laden contra Estados Unidos? ¿Cómo preverlo en esa foto de adolescencia que da la vuelta al planeta, y en la que se le ve junto a sus múltiples hermanos y hermanas alrededor de un Cadillac años 70, como un clon juvenil de Michael Jackson?

Jean Bricmont predice: Se construirán más redes de espionaje, se controlorá mejor a los ciudadanos, se contarán historias edificantes sobre el Bien y el Mal, y sobre los malos que nos atacan porque no aman la democracia, la libertad de las mujeres ni el multi-culturalismo. Se explicará que esta barbarie nos resulta extranjera: en efecto, preferimos bombardear desde arriba o matar a fuego lento a base de embargos. Pero todo esto no resolverá el problema de fondo. El terrorismo se genera sobre un territorio de revuelta que es, en sí misma, el fruto de la injusticia de este mundo. Los americanos, que en su mayoría son de un nacionalismo inquietante, apoyarán la política de su gobierno, por bárbara que sea. Querrán, más que nunca, proteger su modo de vida, sin interrogarse sobre lo que esto cuesta al resto del mundo.

Edward W. Saïd era el primero en señalar las implicaciones geopolíticas de una guerra inevitable: El consumo de petróleo en China igualará pronto al de Estados Unidos. Por eso es cada vez más urgente para los Estados Unidos controlar firmemente los recursos situados en el Golfo Pérsico y el mar Caspio. Atacar Afganistán, utilizando ciertas exrepúblicas soviéticas de Asia Central como bases de retaguardia permitiría consolidar un eje estratégico americano que iría del Golfo a los campos de petróleo nórdicos.

Pero, ¿cómo sería esa guerra contra un enemigo fantasmal, contra el ejército de terroristas financiado como una empresa privada por un solo individuo? Simon Peres formulaba inquietantes reflexiones: El conflicto se ha convertido en el conflicto entre un mundo conectado (que prospera tecnológicamente) y un mundo desconectado, atrincherado en la agricultura, la pobreza y el nacionalismo. El terror parecía hasta ahora el arma del pobre, el frustrado, el fanático, el que vive aún en el mundo de ayer. Se ha convertido en un instrumento muy peligroso... El mundo se desplaza de una posición de estrategia nacional hacia una estrategia mundial. Pasamos de las batallas contra ejércitos a una lucha contra peligros. De un mundo de enemigos (nacionalistas) hacia un mundo de peligros (mundiales).

Pero, ¿acaso no son los grandes fabricantes de armas del mundo occidental los beneficiarios del conflicto? ¿En qué les aprovecha a los parias, a los excluidos de la globalización?¿No coopera el mundo que prospera tecnológicamente a que surja el peligro en ese otro mundo “atrincherado en la agricultura, la pobreza, el nacionalismo”? Los intelectuales recurrían a Samuel Huntington y a su choque de civilizaciones, glosado así por Francis Fukuyama: Para Hungtington, el mundo no progresa hacia un solo sistema sino hacia el encenagamiento en un choque de civilizaciones, con seis-siete grandes comunidades culturales que coexisten sin converger y crean las líneas de fractura de un conflicto mundial… Este choque consiste en una sucesión de acciones de retaguardia emprendidas por sociedades cuyo funcionamiento tradicional se ve en realidad amenazado por la modernización. La violencia de la reacción está en función de la gravedad de la amenaza. Pero el tiempo y los medios están del lado de la modernidad.” Huntington y Fukuyama, signatarios entre otros muchos intelectuales estadounidenses de la Carta de América que llegaría a Europa a finales de febrero de 2002, prueban que los think-tanks de las grandes fundaciones conservadoras americanas, la Ford, la Rockefeller, la Cato siguen embarcadas en una guerra fría cultural pese a la desaparición del enemigo de ayer.

John Le Carré reaccionaba con admirable y sabio cinismo, y un desesperanzado deje de cansancio: Lo que Estados Unidos se prepara son más enemigos, pues es imposible impedir que nazca un terrorista kamikaze cada vez que un misil mal guiado arrasa un pueblo inocente... Desviada la atención, ¿quién se acuerda del colonialismo del G8? La explotación del tercer mundo por multinacionales incontroladas, el debate abierto en Seattle, ahora ahogado en una ola de patriotismo habilmente recuperado por la América de las grandes empresas.

¿Alguien ha ganado realmente la guerra fría? Ulrich Beck reflexionaba: ¿La marcha triunfal del neoliberalismo, que parecía irresisitible, se ha roto?…la vulnerabilidad de Estados Unidos parece muy ligada a su filosofía política. América es una nación pro-fundamente neoliberal, profundamente dispuesta a pagar el precio de la seguridad pública... a diferencia de Europa, ha privatizado la seguridad aérea, relegándola al milagro del empleo que constituyen los trabajadores a tiempo parcial muy flexible, cuyo salario [es] inferior al de los trabajadores de un fast food... Las imágenes del horror de Nueva York portan un mensaje todavía no elucidado: un Estado, un país, puede neoliberalizarse hasta morir…

El 7 de octubre de 2001, como se esperaba, empezaron a caer las primeras bombas de una guerra que será muy larga.



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